
Ayer cuando llegamos a casa desde Manhattan, el asfalto era color asfalto. Esta mañana todo era blanco. Los copos de nieve que caían sin cesar eran del tamaño de una moneda de dolar.
Este es uno de esos días en los que lo único que apetece es tomarse una buena taza de chololate caliente (y si es con churros, mucho mejor) frente a la ventana, mientras ves la nieve caer, la gente quitar el hielo de los cristales, los niños tirarse bolas de nieve...
Lo malo es que en Nueva York, de momento, no he encontrado ningún sitio que vendan tan preciado oro negro. Será este uno de los artículos que ponga en mi wishlist de cosas que me tienen que traer los que me visiten desde España.